La maté porque lo andaba buscando. Raro. Parecía, en estos tres años, haber aprendido la ley. Cierto, esa familia no era de confiar, con el hermano medio raro. pero a los quince años ya me daba seguridad que conocía su lugar. El primer hijo lo aceptó bien. Se lo hice la primera noche, a los doce.
Tranquilizadora sangre, tranquilizadores gritos. Y le leía, a los dos años, el Libro, aunque sabía que el chico no entendía nada. No importa, el Libro penetra de distintas maneras y me alegraba que lo hiciera por su cuenta. Si alguna vez sus negros ojos se ponían esquivos cuando la llamaba a la cama, una mirada mía lo arreglaba. La habían operado a los siete años, de modo que sabía qué esperar. Yo hubiera deseado saber cómo era con una mujer gozando con uno, como cuentan. Por completo. No que importara, pero me dejaba un gusto amargo. Pero es mejor así: hay que proteger lo de uno, intocable para los otros. La operación, el velo. Yo quería acariciarla pero la ley manda obediencia. Idea de todos en el pueblo: las caricias ablandan la autoridad. Entonces, caricias firmes, de hombre.
Fue raro, de todos modos. No creo que haya querido humillarme, pero la sola sospecha es suficiente. Hay otros hombres en el pueblo, que murmuran; y mujeres. Y los sacerdotes que tienen ojos y oídos atentos. Lo primero fue la mirada. La primera vez que me la sostuvo frente a una orden me dejó frío. La cumplió, sin embargo, perdiendo unos segundos, como si pensara algo. Después la inmovilidad en la cama, ese mirar al techo. Un día le vi lágrimas. Sentí que se me estrechaba el pecho y enfurecí. Le pegué. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿O sabía hacer? Tuve miedo que pensara en otro en ese momento. Tuve miedo que pensara. Fue sentir miedo lo que me enfureció.
La espié, lo que me hacía sentir desgarrado. pero tenía que saber. ¿otro hombre? Peor aún, ¿una mujer?. Contra la ley. La seguí un día. Fue al jardín del pueblo, entre los Cuando pude acercarme, tenía ambas manos bajos el largo velo que había elegido, largo pero leve. Estaba claro que leía, leía un libro, bajo la apariencia de rezar o meditar. Sentí transpiración en mi barba ahora demasiado espesa. Estuvo no más de diez minutos. Ví que escondía el libro bajo el tosco banco de madera, en algún recoveco. Luego regresó a casa.
Así unas semanas. En un intervalo fui a la plaza y busqué el libro. Era una traducción. Se titulaba “El cazador en el centeno”. Lo hojeé. Ininteligible, y sucediendo en un país ajeno y pecador.
Un día, al regresar a casa, no estaba. Primera vez en estos años. Salí a la calle de polvo más que de tierra. Venía con una sonrisa, sin el velo. Varios chicos la seguían, intrigados y risueños.
Entró a casa y me miró, con una sonrisa dulce. Sabía que esperar. La tomé del cuello la apoyé contra la pared. No se resistió. Tuve que juntar fuerzas para salir de mi aturdimiento. Por fin, la castigué con los puños. Su mirada me enfurecía porque no podía entenderla. Una muchachita serena, pero que de pronto, por primera vez, me pareció una mujer. Al cabo confesó que el libro se lo había dado al pasar un soldado de una patrulla. Odiosos soldados.
Esa noche la poseyeron todos, varias veces. Después le quité lo que le quedaba de vida. Lo último que le salió fue decirme que me quería.
Esto fue hace tres semanas. Sólo por entender, estoy leyendo el libro.
Mis Escritos Infinitos
jueves, 24 de noviembre de 2016
lunes, 31 de octubre de 2016
Babel
El Hombre me dijo:
–Lo elegí en este café de los suburbios
porque usted se parece a Borges. No ve bien pero está leyendo, se apoya en un
bastón y parece estar pensando cosas, cosas impenetrables. Me viene justo. Son
las 11.55.
Yo mismo miré mi reloj. Marcaba, en
efecto, las 11.55.
–Qué imaginación, mi amigo. Estoy
pensando en nada. Apenas si fui un bibliotecario. Cierto, eso me dañó la vista
y no me hizo más sabio. ¿Y para qué me eligió?
–Para contarle mi expedición a la
Biblioteca de Babel –dijo, tersamente.
–¡Ah! Ahora veo. La de Borges. Pero esa
elaboración no existe.
–Sí existe, si se la busca.
–¿Y para qué buscar ese absurdo,
producto de una imaginación enferma?
–¿Usted, bibliotecario, no admira a
Borges?
–Pudo haberlo hecho mejor. Y no fue
feliz. Y, si tengo que creerlo, usted encontró la Biblioteca de Babel. De modo
que ni siquiera la creó. No me contestó para qué la buscó.
–¿Recuerda el texto?
Yo reí.
–Lo he olvidado, por supuesto.
–Se lo recuerdo yo. El momento supremo,
el que me conmocionó y me arrastró a la expedición, fue ese en el que,
enumerando los libros infinitos de la infinita biblioteca, señala que está
aquel que describe la propia muerte. Por supuesto, la de cada uno de todos
nosotros. Pero a mí me interesaba la mía.
–Esa idea sólo produce miedo. Lo habrá
hecho para ese fin, este Borges.
–Yo lo creí. Esa descripción detallada,
minuciosa, no puede ser producto de la imaginación. Borges sabía.
–Yo creo que no sabía nada. ¿Y su así
llamada expedición tuvo éxito?
–Para contarle eso es que me acerqué.
Usted es mi elegido.
–No quisiera ser el elegido de nadie.
¿Puedo renunciar?
–Ya es tarde. Y yo voy a pagar su café.
–Eso es tentador. ¿Llegó? ¿A la
Biblioteca?
–No estaría hablando con usted…
–…y pagándome el café.
–…si no hubiera llegado.
–¿Dónde está?
–Quizás, al final, le deje un mapa.
–Me alegra saber que hay un final.
–Está en el otro extremo de la tierra.
–¿En China, por ejemplo?
–En el otro extremo de China.
–¿Tiene un extremo, China?
–Si acaso, ya verá el mapa.
–Deduzco que de uno u otro modo llegó.
El Hombre sonrió, misteriosamente.
–Llegar es fácil –levanté las cejas,
burlonamente–. Encontrar un libro en un número infinito de bibliotecas
hexagonales en las que todos son iguales…
–Eso produce el vértigo de lo
imposible. Y esa Biblioteca debe producir terror, como toda vastedad.
–Para abundar, infinito terror. Y
estaba desierta, pero se sentían pasos.
Yo sonreí. Con un leve estremecimiento.
Creo que de placer.
–Eso es nuevo. Si me quiere asustar, lo
está logrando. Una biblioteca donde los libros no pueden ser encontrados jamás,
ni, por ende, consultados. Es atroz. Perverso eso, de Borges. Y usted, a la
búsqueda de algo finalmente morboso. Cuénteme por qué buscó ese libro.
–¿Tiene uno que explicar por qué quiere
saber la fecha y el modo de su propia muerte?
–Ya lo creo. Muchos odiarían la sola
idea. Ese libro que enumera Borges está mencionado sólo para sobrecoger.
–Para mí, el punto más importante de la
vida, la propia vida, la de uno, es la propia muerte. Lo concreto: hora, fecha,
modo. Nada de filosofías.
–Muchos quisieran ignorarlo.
–No si se ha vivido con la muerte.
Yo levanté las cejas.
–Eso siempre me ha interesado. Cuénteme
cómo ha vivido con la muerte.
El Hombre miró la hora.
–Tengo tiempo. Lo suficiente para
hablar.
–Todavía tiene que contarme qué hizo en
la Biblioteca y si encontró el libro. Puedo suspender el juicio y escucharlo.
–La Biblioteca, por supuesto, tenía
infinitas entradas, que empecé a recorrer. Ya imagina, simetría y repetición.
–Imagino.
–Imagina mal. Sorpresivamente, una de
las entradas cambió. Tenía un jardín. Penetré por el sendero que llevaba a la
puerta, esta se abrió mágicamente y me encontré con los infinitos hexágonos y
las infinitas escaleras en vórtice. Vacilé, al borde de la desesperación, pero
el sendero continuaba en el interior, se dividía en dos, y uno de los dos
brazos exhibía un suave brillo.
–Ignoraba que los cuentos de Borges
cobraran una utilidad tan definida.
–Seguí, naturalmente, el brazo que
brillaba. Indicaba una de las escaleras. La abordé, miré hacia arriba. Se
enroscaba hasta donde alcanzaba la vista. Emprendí el ascenso. Imaginé que
moriría allí. No sé cuántos pisos y peldaños subí. Estaba por derribarme
agotado cuando mi cabeza fue a dar, en uno de los descansos, en el sendero con
leve brillo de antes.
–De modo que los senderos que se
bifurcan prestan utilidad.
–El sendero me llevó a uno de los
hexágonos, donde penetré. Giré desesperado. Todos libros iguales, sabemos, de
410 páginas.
–Conjeturo alguna sorpresa.
–Un libro sobresalía, uno solo,
torpemente, de una prolija hilera. Lo tomé, debo confesar, tembloroso.
–Arriesgo que era el libro de su
muerte.
–En efecto. Había conseguido lo que
buscaba. Lo leí ansiosamente, lo puse en mi bolsillo y busqué la salida. Cuando
encontré el jardín exterior, advertí que el libro había desaparecido.
–No se permite retirar libros de la
Biblioteca de Babel. Pero usted ya conocía lo que había ido a buscar.
–En efecto. Y lo tengo muy presente –miró
su reloj–. Ahora mi tiempo de veras se termina. Debo retirarme.
–¿Y el mapa? ¿Y su trato con la muerte?
Se incorporó de la mesa y se inclinó
hacia mí.
–Soy un asesino.
–¿Un cuchillero?
Él sonrió.
–Eso es cosa del pasado. Adiós –arrojó
un pergamino sobre la mesa y salió a la calle.
Lo observé por la vidriera del café
pararse en la vereda, al lado de un kiosco rosado. Lo vi mirar su reloj. Un
hombre bajo y de tez oscura se le acercó por detrás, extrajo una pistola y le
disparó en la nuca. El Hombre cayó lentamente. Si la cabeza no hubiera quedado
tan maltratada, juraría que sonreía.
Cuando me iba, el mozo me saludó.
–Adiós, Borges. ¿Escribiendo cuentos?
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