El Hombre me dijo:
–Lo elegí en este café de los suburbios
porque usted se parece a Borges. No ve bien pero está leyendo, se apoya en un
bastón y parece estar pensando cosas, cosas impenetrables. Me viene justo. Son
las 11.55.
Yo mismo miré mi reloj. Marcaba, en
efecto, las 11.55.
–Qué imaginación, mi amigo. Estoy
pensando en nada. Apenas si fui un bibliotecario. Cierto, eso me dañó la vista
y no me hizo más sabio. ¿Y para qué me eligió?
–Para contarle mi expedición a la
Biblioteca de Babel –dijo, tersamente.
–¡Ah! Ahora veo. La de Borges. Pero esa
elaboración no existe.
–Sí existe, si se la busca.
–¿Y para qué buscar ese absurdo,
producto de una imaginación enferma?
–¿Usted, bibliotecario, no admira a
Borges?
–Pudo haberlo hecho mejor. Y no fue
feliz. Y, si tengo que creerlo, usted encontró la Biblioteca de Babel. De modo
que ni siquiera la creó. No me contestó para qué la buscó.
–¿Recuerda el texto?
Yo reí.
–Lo he olvidado, por supuesto.
–Se lo recuerdo yo. El momento supremo,
el que me conmocionó y me arrastró a la expedición, fue ese en el que,
enumerando los libros infinitos de la infinita biblioteca, señala que está
aquel que describe la propia muerte. Por supuesto, la de cada uno de todos
nosotros. Pero a mí me interesaba la mía.
–Esa idea sólo produce miedo. Lo habrá
hecho para ese fin, este Borges.
–Yo lo creí. Esa descripción detallada,
minuciosa, no puede ser producto de la imaginación. Borges sabía.
–Yo creo que no sabía nada. ¿Y su así
llamada expedición tuvo éxito?
–Para contarle eso es que me acerqué.
Usted es mi elegido.
–No quisiera ser el elegido de nadie.
¿Puedo renunciar?
–Ya es tarde. Y yo voy a pagar su café.
–Eso es tentador. ¿Llegó? ¿A la
Biblioteca?
–No estaría hablando con usted…
–…y pagándome el café.
–…si no hubiera llegado.
–¿Dónde está?
–Quizás, al final, le deje un mapa.
–Me alegra saber que hay un final.
–Está en el otro extremo de la tierra.
–¿En China, por ejemplo?
–En el otro extremo de China.
–¿Tiene un extremo, China?
–Si acaso, ya verá el mapa.
–Deduzco que de uno u otro modo llegó.
El Hombre sonrió, misteriosamente.
–Llegar es fácil –levanté las cejas,
burlonamente–. Encontrar un libro en un número infinito de bibliotecas
hexagonales en las que todos son iguales…
–Eso produce el vértigo de lo
imposible. Y esa Biblioteca debe producir terror, como toda vastedad.
–Para abundar, infinito terror. Y
estaba desierta, pero se sentían pasos.
Yo sonreí. Con un leve estremecimiento.
Creo que de placer.
–Eso es nuevo. Si me quiere asustar, lo
está logrando. Una biblioteca donde los libros no pueden ser encontrados jamás,
ni, por ende, consultados. Es atroz. Perverso eso, de Borges. Y usted, a la
búsqueda de algo finalmente morboso. Cuénteme por qué buscó ese libro.
–¿Tiene uno que explicar por qué quiere
saber la fecha y el modo de su propia muerte?
–Ya lo creo. Muchos odiarían la sola
idea. Ese libro que enumera Borges está mencionado sólo para sobrecoger.
–Para mí, el punto más importante de la
vida, la propia vida, la de uno, es la propia muerte. Lo concreto: hora, fecha,
modo. Nada de filosofías.
–Muchos quisieran ignorarlo.
–No si se ha vivido con la muerte.
Yo levanté las cejas.
–Eso siempre me ha interesado. Cuénteme
cómo ha vivido con la muerte.
El Hombre miró la hora.
–Tengo tiempo. Lo suficiente para
hablar.
–Todavía tiene que contarme qué hizo en
la Biblioteca y si encontró el libro. Puedo suspender el juicio y escucharlo.
–La Biblioteca, por supuesto, tenía
infinitas entradas, que empecé a recorrer. Ya imagina, simetría y repetición.
–Imagino.
–Imagina mal. Sorpresivamente, una de
las entradas cambió. Tenía un jardín. Penetré por el sendero que llevaba a la
puerta, esta se abrió mágicamente y me encontré con los infinitos hexágonos y
las infinitas escaleras en vórtice. Vacilé, al borde de la desesperación, pero
el sendero continuaba en el interior, se dividía en dos, y uno de los dos
brazos exhibía un suave brillo.
–Ignoraba que los cuentos de Borges
cobraran una utilidad tan definida.
–Seguí, naturalmente, el brazo que
brillaba. Indicaba una de las escaleras. La abordé, miré hacia arriba. Se
enroscaba hasta donde alcanzaba la vista. Emprendí el ascenso. Imaginé que
moriría allí. No sé cuántos pisos y peldaños subí. Estaba por derribarme
agotado cuando mi cabeza fue a dar, en uno de los descansos, en el sendero con
leve brillo de antes.
–De modo que los senderos que se
bifurcan prestan utilidad.
–El sendero me llevó a uno de los
hexágonos, donde penetré. Giré desesperado. Todos libros iguales, sabemos, de
410 páginas.
–Conjeturo alguna sorpresa.
–Un libro sobresalía, uno solo,
torpemente, de una prolija hilera. Lo tomé, debo confesar, tembloroso.
–Arriesgo que era el libro de su
muerte.
–En efecto. Había conseguido lo que
buscaba. Lo leí ansiosamente, lo puse en mi bolsillo y busqué la salida. Cuando
encontré el jardín exterior, advertí que el libro había desaparecido.
–No se permite retirar libros de la
Biblioteca de Babel. Pero usted ya conocía lo que había ido a buscar.
–En efecto. Y lo tengo muy presente –miró
su reloj–. Ahora mi tiempo de veras se termina. Debo retirarme.
–¿Y el mapa? ¿Y su trato con la muerte?
Se incorporó de la mesa y se inclinó
hacia mí.
–Soy un asesino.
–¿Un cuchillero?
Él sonrió.
–Eso es cosa del pasado. Adiós –arrojó
un pergamino sobre la mesa y salió a la calle.
Lo observé por la vidriera del café
pararse en la vereda, al lado de un kiosco rosado. Lo vi mirar su reloj. Un
hombre bajo y de tez oscura se le acercó por detrás, extrajo una pistola y le
disparó en la nuca. El Hombre cayó lentamente. Si la cabeza no hubiera quedado
tan maltratada, juraría que sonreía.
Cuando me iba, el mozo me saludó.
–Adiós, Borges. ¿Escribiendo cuentos?